Sucesos, Vida de Fe y Cristianismo en Honduras

miércoles, 8 de agosto de 2018


La princesa y el plebeyo


Él era un plebeyo.
Ella, una princesa bella. Su perfil a contraluz, suave, juguetón, perfecto, el de una diosa de amor. Su figura fina y ágil revoloteaba como una hoja al viento. Y su sonrisa. ¡Ah su sonrisa! Cuando sonreía iluminaba totalmente el rincón más oscuro. Para aquel plebeyo no existía nada más embelesante, embrujante, que aquella cálida sonrisa que sin duda podría iluminar aun el grandioso brillo del Olimpo… Y su exquisita personalidad… Un tsunami. Conocerla era conducir en carretera a 200 kilómetros por hora y de repente, de improviso, algo. Tal vez un obstáculo, o un bache que te deja sin aliento. Una vez que la conoces, tu vida no es la misma.
Por esas cosas del destino, la princesa y el plebeyo se encontraron. A pesar de las diferencias abismales, algo los unía. Quizá algún tipo de recuerdo ancestral. En el torbellino de las generaciones las almas se mueven, encuentran, chocan entre sí, y siguen su camino, como moléculas de una substancia espiritual incierta. De vez en cuando dos de ellas se enganchan, y se reencontrarán siempre, hasta el final de los tiempos, porque se acoplan de manera perfecta. No lo sé. Son solo conjeturas. A pesar de mil cosas que los separaban el plebeyo y la princesa encajaban, como dos piezas perfectas en un universo de desorden.
Y por esas otras cosas del destino, el plebeyo y la princesa tuvieron la oportunidad de reunirse. Un carruaje, un conductor amigo y cómplice, un escape clandestino, una cabaña en los montes nevados, perdida entre coníferas; una hoguera, una cama suave con cojines variados de color pastel, bañada en pétalos de rosas de una exquisita fragancia.
El plebeyo susurró al oído de la princesa palabras dulces, bonitas. Le decía cuanto la amaba, le relataba quedo cómo siempre la había amado, mientras mordía suavemente con sus labios el lóbulo de su oreja, muy, muy suavemente.
El sentimiento experimentado por el plebeyo en ese instante es difícil de relatar. No importa la grandilocuencia de las palabras utilizadas, siempre hay un sentimiento, alguna experiencia, cuya evocación no es posible plasmar en el papel, ni siquiera en imágenes. Pero en pos de la simplicidad diré que el sentimiento era similar a aquel que experimentan los que parten a lo ignoto, y luego regresan. Eso que esos pocos afortunados llaman “cielo”. Una luz brillante pero que no enceguece, el tiempo se detiene, o más bien todos los instantes se hacen uno, y todo, absolutamente todo, se llena de ese amor infinito…
¡Ah los infinitos! Tan problemáticos, tan inalcanzables, incomprensibles e indefinibles, y sin embargo tan reales. Einstein tenía problemas con los infinitos. Cada vez que aparecen en el cuaderno del físico, las ecuaciones no cuadran. Pero en ese instante de amor todo encaja y la ecuación se hace perfecta… Un pequeño instante cuando todo se detiene, y el tiempo se torna infinito… La pequeñez infinita de ese instante, insuficiente para contener ese amor infinito... Los infinitos aparecen una y otra vez, por todas partes. En consecuencia, los amantes deben vaciarse, exprimir ese instante de amor y placer sublime hasta la última gota…
Harían el amor… No, su amor ya estaba hecho, desde el principio de los tiempos. O más bien, el amor no se hace. El amor es, y punto. Lo que harían sería sellar de nuevo un pacto de unión, como lo hicieran en tantas otras vidas, no de cuerpos, sino de almas…
Continuó besándola. Juntó sus labios con los de ella en un suave roce, muy suave, casi imperceptible. Lentamente su lengua se dedicó a explorar su boca por completo, alcanzando cada rincón, rozándolo, muy suavemente, haciéndose consciente de cada punto, bebiendo con sed, saboreando cada gota de su fluido, absorbiéndolo todo como un náufrago. Sintió la dulzura suave de su boca y de sus labios. Deseaba permanecer ahí por siempre, pero su deseo de comerla toda a besos lo superó. Delicadamente la volteó sobre su costado y besó su espalda, muy suavemente, como se sorbe el vino más fino, sintiendo cada sabor, mientras acariciaba con sus manos sus caderas. De pronto el plebeyo fue poseído por la desesperación. Deseaba beber con ansia hasta la última gota el embriagante néctar de su amor. Deseaba hacerla explotar de amor como mil volcanes encendidos, para beber cada vez más…………

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